No me toquéis el monumento a Colón de Barcelona

Sí, yo reivindico el monumento a Colón en la plaza Puerta de la Paz de la ciudad de Barcelona. Lo reivindico porque fue una especie de faro, de punto de referencia, que guió mi preadolescencia en la Barcelona de los años 60. No lo reivindico por ser un homenaje a un personaje histórico, ni por sus supuestas proezas o latrocinios. 

Hoy, después de más 55 años, cada vez que lo veo, es una invitación a hojear el álbum de los recuerdos de una etapa de mi vida, difícil y complicada, pero muy feliz. Lo reivindico porque forma parte del skyline de mi ciudad. 

Fue la primera imagen que tuve al salir de la Estación de Francia, cuando llegué por primera vez a Barcelona, a la edad de diez años. En el camino, desde la Estación hasta la pensión donde iba a ser mi hogar durante los próximos cinco años en la calle de la Mercè, no perdí de vista la figura de Colón acompañado por una de las torres del teleférico del puerto y, al fondo de todo, el castillo de Montjuic . Aquel fue mi primer medio kilómetro que recorrí andando por la Ciutat Vella — monumentalmente sucia y descuidada— al lado de mi madre, con el Muelle de la Fusta a mi izquierda y, sobre todo, fijándome en la gente que se movía por la zona, un mosaico humano formado por trabajadores portuarios, marinos mercantes, pedigüeños, rufianes, raterillos y hasta marines de la VI flota de los Estados Unidos ávidos de sexo y rock and roll, eso lo descubrí más tarde. He tardado muchas décadas, pero según la reelaboración del relato identitario de un sector del independentismo minoritario pero culturalmente influyente, mi madre y yo formábamos parte de un plan secreto del estado fascista para colonizar Cataluña y disolver la lengua y cultura catalanas. Cínica reinterpretación de la historia, por no calificarla de miserable, si consideramos que mí madre se deslomó trabajando en estas tierras para darme una vida mejor, al mismo tiempo que los abuelos y los padres de una parte de la crème de la crème del “procés” independentista actual medraban, en aquellos años, en negocios especulativos bajo el paraguas del régimen o eran parte de las estructuras del poder administrativo en la Cataluña franquista junto con todos aquellos cómplices silenciosos del régimen dictatorial. Por citar algunos “nobles” apellidos: Aragonés, Llach, Comín, Rovira o Puigdemont, entre otros. Es obvio que la familia no se elige, y menos los ancestros, pero más de uno debería callarse o no tergiversar, por una cuestión de pudor, en ciertas reinterpretaciones históricas porque la realidad es que en la consolidación de la Dictadura hubo muchos catalanes de “pedigrí” involucrados, no sólo desde la gran burguesía catalana; desde todas las esferas de la sociedad.

En aquellos años preadolescente, salir del colegio, pillar la merienda y pasarme la mayor parte de mi tiempo en la calle jugando con los chicos del barrio fue una de mis principales actividades. La amplia acera del Paseo Colón, delante del edificio de la que fue la naviera Condeminas, fue ese inmenso patio de juegos de la chiquillada del barrio: campo de fútbol, campo de batallas improvisadas, etcétera. El Muelle de la Fusta, el primer muelle de la ciudad y enorme depósito de madera apilada que utilizábamos como fortines, castillos o reductos de nuestros juegos. Recuerdo las batallas navales con barcos de corcho, cartón y papel que celebrábamos en el estanque del monumento a Galcerán Marquet en la Plaza del Duque de Medinaceli. Todos estos espacios siempre estaban precedidos por el Monumento a Colón. Durante aquellos años, para mis incursiones por la montaña de Montjuic, la Barceloneta, el Somorrostro, el Barrio Chino, la parte alta de la ciudad, etcétera, la figura de Colón para un niño de unos once o doce años, era un punto de referencia, una estrella polar para poder regresar a mi barrio.

Años después, de regreso a Barcelona en 1977, después de mi exilio en París por motivos políticos — sí, yo fui uno de esos pocos de miles de ciudadanos catalanes que fuimos perseguidos y procesados por el TOP en el periodo 1963-1977 y, visto lo visto, con perspectiva histórica, al final no fuimos tantos, en Cataluña, los que plantamos cara activamente contra el franquismo, todo sea dicho— Colón volvió a ser la primera imagen que tuve al salir de la Estación de Francia, Obviamente, la mirada fue otra, porque volver a ver el monumento fue volver a recuperar todo un mundo de recuerdos de vivencias de una parte importante de mi vida.

A raíz del caso de George Floyd, en los sueños húmedos de la Eulàlia Reguant y la CUP, Colón era un colonizador miserable, un esclavista y el inspirador de un genocidio y, por tanto, según ellos hay que derribarlo. Yo diría que también se debería demoler toda la obra arquitectónica de Gaudí financiada con la suculenta fortuna conseguida con el tráfico de esclavos por la familia Güell y, ya que están por la labor, deberían expropiar a todos aquellos herederos de los negreros, esclavistas e indianos. Al fin y al cabo, las raíces de una importante parte de las actuales élites económicas y políticas de Cataluña provienen del mundo de las economías esclavistas de las islas del archipiélago caribeño de las Antillas bajo dominación española. La verdad es que hay mucha desmemoria histórica y sería bueno recordar que durante el siglo XIX en las rutas y puertos de las Antillas un catalán era sinónimo de negrero y esclavista. 

Y ya puestos, los aguerridos “cupaires” abolicionistas históricos podrían, además de abrazos emotivos y cómplices, darle un toque al Sr. Artur Mas, el cual presume de tradición marinera, aunque esconde su lado más siniestro, ya que su tatarabuelo Joan Mas Roig, según el historiador Martín Rodrigo, “fue el capitán del falucho Pepito, que en 1844 llevó a 825 esclavos africanos de la costa africana al Brasil”. ¿Quién era el fiador de esta expedición? Ni más ni menos que Mariano Serra, el suegro de Dorotea de Chopitea, una burguesa barcelonesa de origen chileno que fue canonizada por las obras de caridad realizadas con el dinero heredado de su suegro, ganado con la sangre de los esclavos. Las cosas que hizo la Sra. Dorotea: su residencia, el actual hotel Gran Vía, la capilla dedicada al Sagrado Corazón en la cima del Tibidabo, la Escuela Taller de Artes Gráficas de los Salesianos de Sarriá y un largo etcétera.

Pues eso, derribemos los monumentos, edificios y otras construcciones que fueron financiadas directamente con la sangre y el sufrimiento de los esclavos. Barcelona y las poblaciones del litoral de media Cataluña acabarán siendo un inmenso erial. Así tendremos una perspectiva real de lo que significó la contribución catalana a la esclavitud. Eso sí, el monumento a Colón ni tocarlo.



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